Tomás Riccardi nació el 24 de junio de 1844 en Trevi, pequeña ciudad de Umbría. Su padre fabricaba aceite de oliva y tenía un comercio de especias; gozaba de una gran fortuna, que le permitió poner a su hijo en el convento para nobles de Trevi, donde estudió humanidades. Tomás era un buen alumno; le gustaba el teatro y la música; se confesaba regularmente, pero en su piedad no había nada excesivo.
En 1865, fue a Roma para estudiar filosofía en el Angélico, célebre colegio de los dominicos. Aunque él declaró que no tenía vocación religiosa, ciertamente por este lado era por donde buscaba orientar su vida. Conoció y admiró a los dominicos y a los jesuitas, pero, poco atraído por el apostolado activo y menos aún por la agitación de la ciudad, se presentó a la abadía de San Pablo Extramuros, que, situada en pleno campo, le ofrecía la soledad, el recogimiento, y la vida de oración que deseaba. Ingresó en la abadía el 12 de noviembre de 1866 y tomó el hábito benedictino y el nombre de Plácido, el 15 de enero de 1867. Desde un principio, mostró una gran asiduidad a la oración. Tuvo, por el contrario gran repugnancia por la dirección de conciencia que contradecía completamente su independencia de carácter; sin embargo, lejos de obstinarse ante las instancias de su padre maestro, reflexionó, se humilló, y animosamente intentó practicar esta ascesis tan poco atractiva. Y fue fiel a esta práctica toda su vida, primero con su padre maestro, y después con los abades sucesivos. Plácido Riccardi, durante todo su noviciado, se acomodó muy bien a esta vida austera, casi eremítica, y la comunidad se regocijó de las cualidades del recluta. Hizo su profesión el 19 de enero de 1868.
Volvió a estudiar la filosofía y después, con mayor placer, la teología, a la que se entregó con amor. Nunca cesó de repasar sus conocimientos religiosos, calmadamente, a la manera de los monjes antiguos. Pronto le disgustaron los manuales, que terminan por obstaculizar la conducta que los confesores deben seguir con los penitentes. «Más que del espíritu de bondad del Salvador, parecen estar llenos de los principios sutiles de los antiguos rabinos». A los modernos expositores, prefería los autores antiguos; leía asiduamente a Cornelio A Lapide, las «Morales» de san Gregorio, a san Bernardo, san Agustín, y los otros Padres de la Iglesia. Frecuentaba algunos libros más recientes: los «Sufrimientos de Jesús», del padre Tomás de Jesús; las obras de Catherine Emmerich, del padre Faber, de Mons. Gay... y, por el contrario, descartaba deliberadamente todos los libros profanos, considerándolos no sólo inútiles, sino dañosos para un monje. El 26 de abril de 1868, Plácido Riccardi recibió de su abad la tonsura y las órdenes menores; fue ordenado subdiácono el 7 de abril de 1870, diácono el 4 de septiembre de 1870, tres días después de haber entrado el ejército piamontés en Roma. El no había cumplido su servicio militar, lo que le valió ser arrestado como desertor, el 5 de noviembre, y ser condenado a un año de prisión en Florencia. Puesto en libertad el mismo año, fue enviado al 57 regimiento de infantería en Liborno. Fue dado de baja en Pisa, el 26 de enero de 1871: el ejército italiano perdió un soldado, pero la abadía de San Pablo encontró con alegría a su monje, que fue admitido a la profesión solemne el 10 de marzo de 1871 y ordenado sacerdote, el 25 de marzo.
Dom Plácido fue empleado, al principio, en la escuela de la abadía. Cuando contaba los recuerdos de esta época, lo hacía con un proverbio: «a quien los dioses odian, lo hacen pedagogo». Vigilar a infantes turbulentos era un suplicio para un hombre miope y amante de la paz y del silencio. Los chicos le preparaban sorpresas demasiado extrañas al reglamento. El clima malsano de Roma acabó de quebrantar su frágil salud; tuvo crisis de paludismo, que, a pesar de algunos calmantes, nunca cesaron completamente. Su abad, sin embargo, se preocupó en darle un oficio más adaptado a sus gustos: lo nombró ayudante del maestro de novicios, y confesor de las monjas de Santa Cecilia en Roma, después, el 22 de agosto de 1864, lo envió como vicario abacial a las monjas de San Magno D'Amelia. La comunidad, abusando de la debilidad de una anciana abadesa, se había relajado un poco. Dom Plácido lo tomó muy a mal: no contento con multiplicar sus exhortaciones públicas y privadas, entró a los detalles de la observancia, suprimió las pláticas inútiles y las habladurías, y revisó con cuidado el horario del día. No tenía cuidado de su enfermedad y jamás intentó acortar las confesiones prolijas; preparaba además con cuidado sus sermones. Bien pronto, las hermanas, cuyos defectos había que atribuir principalmente a su falta de formación, mostraron un fervor digno de su excelente maestro.
El nombramiento de Dom Plácido en Amelia se justificaba por su capacidad para desempeñar el cargo; sin embargo, tenía otro motivo: había entonces en San Paulo Extramuros un novicio, en quien se tenían grandes esperanzas, quien al cabo de algún tiempo fue favorecido por gracias místicas extraordinarias. Todo el mundo pudo ver sus estigmas y escucharle narrar sus visiones; el abad, el padre maestro y muchos otros vacilaban en confiar en él; Dom Plácido, a quien se pidió al principio su opinión por deferencia, pronto se dio cuenta de que este novicio, aparentemente místico, ignoraba la humildad y la mortificación. Lo invitó a ir a pasar con él algunas horas de la noche delante del Santísimo Sacramento. Mientras Dom Plácido permanecía de rodillas delante del altar, como lo hacía frecuentemente cuando estaba solo, el novicio se instaló sobre los cojines de la silla abacial y se durmió tan produndamente, que no oyó salir a su compañero; pero al día siguiente narraba con unción las comunicaciones celestes de que había gozado. Convencido de la ilusión fomentada por el joven intrigante, Dom Plácido lo denunció vigorosamente, lo que le atrajo al joven una severa reprimenda, pero no lo hizo cambiar de conducta. El nombramiento de Dom Plácido en Amelia no llevó la paz a la abadía.
El 13 de noviembre de 1885, Dom Plácido fue nombrado maestro de novicios y se entregó a formarlos en la verdadera devoción, dándoles el ejemplo de la vida más austera. Dom Plácido permaneció todavía dos años como maestro de novicios. El 18 de noviembre de 1887, fue enviado de nuevo a Amelia, donde volvió a tomar a su cargo la obra comenzada con la misma dedicación. Las monjas se quejaban algunas veces de que el vicario abacial se ocupaba de todo, y pensaban que los superiores debían constatar que su vigorosa dirección las mantenía en los caminos de la perfección.
La antiquísima abadía de Farfa, en Sabino, estaba entonces absolutamente desierta; los monjes de San Pablo, que debían vigilar los dominios, habitaban en el castillo vecino de Sanfiano. La falta de personal había obligado a encargar a un sacerdote secular del venerado santuario de la antigua abadía y el resultado había sido desastroso. El buen clima de Sanfiano convenía a la delicada salud de Dom Plácido; el aislamiento no podía tener para él los inconvenientes que tuvo para caracteres menos bien templados, y fue nombrado rector de Farfa, en 1894. Espontáneamente, Dom Plácido volvió a encontrar un estilo de vida que había sido, en la Edad Media, el de innumerables monjes diseminados en las lejanas dependencias de las abadías. Llevaba la vida de un ermitaño y por eso prefería a Farfa, lugar más aislado y habitado solamente por uno o dos hermanos, encargados con algunos domésticos, de hacer fructificar la posesión. Dom Plácido jamás visitó las propiedades de su abadía, y pasaba sus días orando largamente, leyendo obras de piedad, y preparando sus sermones. No hacía otro paseo que el trayecto de Sanfiano a Fara Sabina, donde era confesor ordinario de dos comunidades franciscanas enclaustradas. No tenía, como en Amelia, jurisdicción fuera de la confesión, y sus penitentes jamás se quejaron de él. No se sustraía a las visitas que sus deberes o la simple educación le prescribian, pero rehusaba toda invitación a comer, y cuando recibía a los sacerdotes de los alrededores, se las arreglaba para no modificar su sobriedad habitual, sin imponérsela a los demás.
Prefería a todo, el recogimiento que le procuraba una soledad que lo mantenía, sin embargo, alejado de las manifestaciones litúrgicas. El Jueves Santo, oficiaba la misa, pero no podía celebrar solo los oficios del Viernes y del Sábado Santos. Un año, cediendo a los consejos de sus amigos, fue a Fara para asistir a estos oficios; quedó tan malamente impresionado del desorden y la turbulencia de los niños del coro, que prometió jamás volver; prefería pasar los días enteros, solo, orando en el oratorio del Santísimo Sacramento. Dom Plácido no despreciaba a sus hermanos de San Pablo; recibía con alegría y caridad a los que venían a pasar en la montaña los meses del verano, obedecía inmediatamente cuando su abad lo invitaba a ir a Roma por temporadas más o menos largas, como en 1900, cuando desempeñó el cargo de penitenciario durante el año santo; aún entonces, su quebrantada salud y sus costumbres eremíticas autorizaban a su abad a dispensarle frecuentemente del coro. Dom Plácido no llevaba en Roma una vida distinta de aquella que él tanto amaba en Sanfiano y en Farfa.
La salud de Dom Plácido decaía cada día más, y su abad le envió para que lo ayudara a un monje alemán, que se consideró también como el superior. Los campesinos de Sabine no tenían costumbres delicadas e intentaron desembarazarse del encumbrado personaje, colocando arriba de la puerta del santuario una viga que debía caerle sobre la cabeza cuando entrara; el atentado fracasó, pero la iglesia se vio abandonada por los fieles. Dom Plácido se afligió sobremanera al ver aniquilada su obra, su salud sufrió por ello y su desarreglo intestinal se agravó, al punto de que le fue completamente imposible celebrar la misa. El 17 de noviembre de 1912, cuando subía una escalera, un ataque de parálisis, acompañada de convulsiones, lo tiró por tierra y lo hizo rodar por los escalones de mármol. Su estado pareció tan grave, que se le administró inmediatamente la extremaunción; sin embargo, soportó la prueba y se le pudo conducir de nuevo a la abadía de San Pablo Extramuros, el 23 de diciembre siguiente.
Quedó paralítico del lado derecho; sus piernas se encogieron, después se arquearon, y no podía permanecer ni siquiera recostado sobre la espalda. Acabado físicamente, hizo de sus días una oración perpetua y no se quejaba jamás, ni reclamaba nada, atento solamente a no molestar o contrariar a aquellos que se ocupaban de él. Durante este penoso período, tuvo la alegría de ver con frecuencia a su lado al joven y fiel amigo Dom Ildefonso Schuster, quien lo había dirigido por los caminos de la perfección monástica. Liturgista, arqueólogo, historiador, excelente administrador, Schuster, el futuro cardenal, arzobispo de Milán tenía gustos y aptitudes absolutamente opuestas a las de su viejo maestro; sin embargo, tenían en común un amor a Dios, sincero y profundo, y el atractivo por una vida ascética seria y severa. Dom Plácido mostró su confianza al discípulo escogiéndolo como confesor; Dom Schuster obtuvo para su maestro el favor que podía agradarle más: Pío X autorizó la celebración de una misa, cada semana, en la celda del enfermo. Dom Plácido, murió dulcemente mientras Dom Schuster velaba cerca de él el 15 de marzo de 1915. Fue beatificado el 15 de diciembre de 1954.
Acta Apost. Sedis, vol. XLVII, 1955, pp. 39-45. I. Schuster, Profilo storico del beato Placido Riccardi, Milán. Nota: tanto esta biografía como otras, e incluso la noticia biográfica de Acta Apostolica Sedis mencionan como fecha de muerte el 14 o 15 de marzo (quizás a la noche, y de allí la vacilación); sin embargo el Martirologio actual, que siempre, cuando se conoce el dato, inscribe en la fecha de muerte, lo hace el 25 de marzo, que coincide, como puede verse, con el aniversario de su ordenación sacerdotal; quizás se trate de una confusión del Martirologio Romano, que no está libre de esos pequeños errores.