Juan Duns Scoto, «doctor sutil» de la teología escolástica, fue beatificado en marzo de 1993 por SS. Juan Pablo II, aunque recibía ya culto local desde su muerte, se había ya autorizado el culto en 1991 (AAS 84 pág 396), grandes papas honraron su memoria (como la hermosa carta «Alma parens», de SS Pablo VI con ocasión del séptimo centenario de su nacimiento) y su teología jugó un papel fundamental en la declaración del dogma de la Inmaculada, en 1854, ya que fue prácticamente el único gran teólogo escolástico que desarrolló una mariología completa y coherente que incluía esta -en ese momento- convicción teológica como una de sus piezas fundamentales. El escrito que presentamos es un extracto de la Carta encíclica del Rdmo. P. Constantino Koser, Vicario general O.F.M., en el VII centenario del nacimiento de Juan Duns Escoto (1966), que puede leerse entera (y vale mucho la pena) en el sitio franciscano; allí mismo se encontrarán varios otros escritos sobre el beato, incluyendo la homilía de SS Juan Pablo II en la ceremonia de beatificación.
El beato Juan Duns Escoto sobresale entre los grandes Maestros de la doctrina escolástica por el papel excepcional que representó en la filosofía y en la teología. En efecto, él brilló especialmente como defensor de la Inmaculada Concepción y eximio defensor de la suprema autoridad del Romano Pontífice. Además, con su doctrina y sus ejemplos de vida cristiana, gastada enteramente en la prosecución de la gloria de Dios, ha atraído a no pocos fieles, a lo largo de los siglos, al seguimiento del divino Maestro y a caminar más expeditamente por la vía de la perfección cristiana».
En vida, pues, estuvo circundado por la fama de virtud y santidad: fama que fue aumentando y consolidándose después de su muerte, tanto en Colonia como en otras ciudades. Aunque la fama de santidad se haya difundido, enriquecida con testimonios de culto, inmediatamente después de la muerte y no ha disminuido desde entonces, sin embargo la Divina Providencia ha dispuesto que sean nuestros tiempos los bienhadados testigos de su glorificación, ya sea mediante el reconocimiento del culto que recibe desde tiempo inmemorial y de sus virtudes heroicas que refulgen en la santa Iglesia, ya sea mediante la solemne concesión de los honores litúrgicos de la Iglesia.
El Beato Juan Duns Escoto nació en Escocia hacia el año 1265. Su familia era devota de los hijos de San Francisco de Asís, los cuales, imitando a los primeros predicadores del Evangelio, llegaron a Escocia desde los comienzos de la Orden. Hacia el año 1280 fue admitido en la Orden de los Frailes Menores por su tío paterno, Elías Duns, vicario de la recién creada Vicaría de Escocia. En la Orden Franciscana perfeccionó su formación y la vida espiritual, amplió la propia cultura, dotado como estaba de una viva y aguda inteligencia. Ordenado sacerdote el 17 de marzo de 1291, fue enviado a París para completar los estudios. Por sus eximias virtudes sacerdotales le fue encomendado el ministerio de las confesiones, tarea que entonces gozaba de gran prestigio. Obtenidos los grados académicos en la universidad de París, dio comienzo a su docencia universitaria, que tuvo por escenario las ciudades de Cambridge, Oxford, París y Colonia. Obsecuente con el querer de San Francisco, que en su Regla (2 R 12) había prescrito a sus frailes que obedecieran plenamente al Vicario de Cristo y a la Iglesia, rehusó la invitación cismática de Felipe IV, rey de Francia, contrario al papa Bonifacio VIII. Por este motivo fue expulsado de París. Al año siguiente, sin embargo, pudo volver a esta ciudad y reemprender la enseñanza tanto de filosofía como de teología. Después fue enviado a Colonia, donde le sorprendió de improviso la muerte el 8 de noviembre de 1308, cuando estaba dedicado a la vida regular y a la predicación de la fe católica. Resplandeció hasta el final de sus días como un fiel servidor de aquella verdad que había sido su alimento espiritual cotidiano. La había asimilado con la mente, en la meditación, y la había difundido eficazmente con su palabra y sus escritos, revelándose un consumado maestro de inteligencia tan ardiente como sorprendente.
Juan Duns Escoto, convencido de que «el primer acto libre que se encuentra en el conjunto del ser es un acto de amor» (E. Gilson, Jean Duns Scot. Introduction à ses positions fondamentales, Études de Philosophie Médiévale, 42, París 1952, 577), mostró una destacada aptitud y una predilección extraordinaria por la vocación y la singular forma de vida sencilla y transparente del seráfico Padre San Francisco: a ésta dirigía sus intenciones e ideales congénitos, que lo llevaron a centrar en Jesucristo todos sus pensamientos y sus afectos, y a desarrollar un profundo y sincero amor a la Iglesia, que perpetúa su presencia y nos hace participar en su salvación. Utilizando sabiamente las cualidades recibidas como don de Dios desde su nacimiento, fijó los ojos de su mente y los latidos de su corazón en la profundidad de las verdades divinas, redundando de plena alegría, propia de quien ha encontrado un tesoro. En efecto, subió cada vez más alto en la contemplación y en el amor de Dios. Con la humildad propia del hombre sabio, no se apoyaba en sus propias fuerzas, sino que confiaba en la gracia divina que pedía a Dios con ferviente oración.
La teología alimentaba su vida espiritual y, a su vez, la vida espiritual consolidaba su teología. Así, iluminado por la fe, sostenido por la esperanza e inflamado por la caridad, vivió en íntima unión con Dios, «Verdad de verdades»: «Oh Señor, Creador del mundo -pedía Duns Escoto en el exordio del De primo Principio, una de las obras de metafísica mejor articuladas de la cristiandad-, concédeme creer, comprender y glorificar tu majestad y eleva mi espíritu a la contemplación de Ti». Con su «ardiente ingenio contemplativo» se dirigía a Aquel que es «Verdad infinita y bondad infinita», «Primer eficiente», «el Primero, que es fin de todas las cosas», «el Primero en sentido absoluto, por eminencia», «el Océano de toda perfección» y «el Amor por esencia» (cf. Alma Parens, A.A.S., 1966, p. 612). De Dios, el Ser primero y total, infinito y libre, lo amaba todo y deseaba conocerlo todo. De ahí su perspicaz especulación puesta al servicio de una atenta escucha de la revelación que Dios hace de sí mismo en el Verbo eterno: para conocer a Dios, al hombre, el cosmos y el sentido primero y último de la historia.
En la historia de la reflexión cristiana se impuso como el Teólogo del Verbo encarnado, crucificado y eucarístico: «Digo, pues, como opinión mía -escribía a propósito de la presencia universal del Cuerpo eucarístico de Cristo en cualquier parte del espacio y del tiempo cósmico-, que ya antes de la Encarnación y antes de que "Abrahán existiese", en el origen del mundo, Cristo pudo haber tenido una verdadera existencia temporal en forma sacramental... Y si esto es así, se sigue de ahí que la Eucaristía pudo haber existido antes de la concepción y de la formación del Cuerpo de Cristo en la purísima sangre de la Bienaventurada Virgen» (Reportatio parisiensis, IV, d. 10, q. 4, n. 6.7; Ed. Vivès XVII, 232a. 233a).
El Beato Juan Duns Escoto, desarrollando la doctrina de la Predestinación absoluta y del Primado universal de Jesucristo, despliega su visión teológica, anticipando en cierto modo la teología de la Iglesia de nuestros tiempos: «El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó a fin de salvar, siendo Él hombre perfecto, a todos los hombres, y para hacer que todas las cosas tuviesen a Él por cabeza. El Señor es el término de la historia humana, el punto hacia el cual convergen los deseos de la historia y de la civilización, el centro del género humano, el gozo de todos los corazones y la plena satisfacción de todos sus deseos. Él es aquel a quien el Padre resucitó de entre los muertos, ensalzó e hizo sentar a su derecha, constituyéndolo juez de los vivos y de los muertos. Vivificados y congregados en su Espíritu, peregrinamos hacia la consumación de la historia humana, que corresponde plenamente a su designio de amor: "Recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra" (Ef 1,10)» (Concilio Vaticano II, Constitución «Gaudium et Spes», n. 45). De la autorrevelación de Dios en el Verbo, la revelación del misterio del hombre: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación... En Él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et Spes, n. 22).