Juan de la Verna nació en Fermo, en las Marcas, Italia, en 1259, de familia acomodada. A la edad de 10 años fue encomendado a los canónigos regulares de San Agustín, pero después prefirió ingresar entre los Hermanos Menores de San Francisco para satisfacer su deseo de vida retirada y penitente. Su decisión coincidió con un período de inquietud en la Orden de los Hermanos Menores de las Marcas. En este ambiente fue escrito por un marquesano de la misma circunscripción de Fermo, el célebre libro de «Las Florecillas de San Francisco». El autor de las «Florecillas» dedicó algunas narraciones al beato Juan de la Verna, a quien en varios lugares declara haber conocido. He aquí algunas de las tradiciones sobre el beato:
Aspirando a una mayor soledad Juan abandonó en 1292 a sus cohermanos de las Marcas para retirarse a la Verna, la montaña donde san Francisco buscó refugio y recibió los estigmas. Su larga permanencia en el santo monte hasta su muerte le dio el apelativo de «Juan de la Verna».
Un día, estando en oración, se le apareció san Francisco y le dijo: «He aquí, hijo mío, los Estigmas que deseas ver» y le mostró las manos, los pies y el costado dejándolo inundado de celestial consuelo. Por tres meses gozó de la presencia habitual de su Ángel custodio que lo visitaba en su celda y hablaba con él de la Pasión del Salvador y de los gozos del cielo. En la Verna, entre las muchas capillas también está la del beato Juan de la Verna antecedida de un murito que encierra un pequeño espacio rectangular. Varias veces fue visto en aquel lugar paseándose y hablando familiarmente con Jesús. Tenía gran devoción a las almas del Purgatorio, elevaba al Señor fervientes oraciones en sufragio de ellas; entre otras, celebrando la Misa el 2 de noviembre en la conmemoración de todos los difuntos, mientras elevaba la hostia suplicó a Dios, por los méritos de Jesús víctima, librar del Purgatorio a los difuntos, y vio una multitud de almas salir del lugar de expiación y subir al cielo. Era tanta la alegría que inundaba su corazón en la oración, que rogaba al Señor que le quitara tal dulzura.
Los últimos años de su vida los dedicó al ministerio apostólico. Evangelizó ciudades y pueblos en la provincia de Arezzo, recorrió la mayor parte del norte y del centro de Italia: Florencia, Pisa, Siena, convirtiendo pecadores, reduciendo herejes al seno de la madre Iglesia. Hacía prodigios, tuvo el don de profecía e intuición de los corazones, leía en las mentes como en un libro abierto, recordaba a los penitentes las culpas que olvidaban al confesarse. Preparaba las predicaciones en el silencio de la oración. Decía: «Cuando predico, me persuado de que no soy yo quien habla y enseña las verdades divinas, sino Dios mismo quien habla por mí». Fue amigo de Fray Jacopone de Todi y le administró los últimos sacramentos cuando estaba próximo a la muerte.
Juan previó la hora de su propia muerte, por lo cual se apresuró a regresar de Cortona a La Verna y el 9 de agosto de 1322 su bendita alma fue a recibir en el cielo la recompensa de sus trabajos apostólicos y de sus méritos. Tenía 63 años. León XIII el 24 de junio de 1880 aprobó su culto.