El beato Joaquín, que nació en Siena, pertenecía a la distinguida familia de los Piccolomini. Desde la niñez profesó singular devoción a la Santísima Virgen, ante cuyo altar solía hacer oración. También su caridad con los pobres fue muy precoz. Pedía con tanta frecuencia a su padre dinero para socorrer a los necesitados, que éste se quejó un día, medio en broma, que con sus limosnas iba a acabar con el patrimonio familiar; pero no tuvo nada que responder cuando el niño le contestó: «Pero papá, tú me has dicho que lo que damos a los pobres lo damos a Cristo. ¿Cómo vamos a negarle algo a Él?»
A los catorce años de edad, Joaquín recibió el hábito de servita de manos de san Felipe Benizi. Desde el primer momento de su vida religiosa, fue modelo de todas las virtudes, particularmente de espíritu de oración y de humildad. Se sentía tan indigno del sacerdocio, que nadie consiguió persuadirle de que aceptase la ordenación, aunque su mayor delicia era ayudar la misa. Con frecuencia entraba en éxtasis cuando asistía al santo sacrificio. Desempeñaba gozosamente los más humildes oficios, pues su principal deseo era vivir ignorado del mundo. Como no pudiese evitar que el pueblo de Siena le diese algunas muestras de respeto, rogó a su superior que le enviase a algún convento distante, donde nadie le conociera. Su superior le mandó a Arezzo, pero la estancia del beato en dicha ciudad duró muy poco, porque en cuanto el pueblo de Siena advirtió su ausencia, levantó tal clamor, que el superior tuvo que mandarle llamar inmediatamente. Desde entonces hasta su muerte, vivió el beato Joaquín en su ciudad natal, edificándola y sosteniéndola con su ejemplo y oraciones. Su muerte ocurrió en 1305, cuando tenía cuarenta y cinco años de edad.
La más antigua biografía del beato Joaquín se atribuye a Cristóbal de Parma, contemporáneo suyo. Fue publicada por el P. Soulier en Analecta Bollandiana, vol. XIII (1894), pp. 383-397. En Acta Sanctorum hay dos biografías del siglo XV: la de Pablo Attavanti y la de Nicolás Borghesi.