Los cardenales tardaron tres años en escoger papa. Algunos de ellos querían apoyarse en Alemania para contrarrestar la influencia creciente de Carlos de Anjou y, naturalmente, chocaron con los partidarios de los franceses. A los opuestos intereses nacionales se añadieron querellas familiares, ambiciones personales y la avaricia de no pocos. Las gentes de Viterbo comenzaron divirtiéndose con aquellas disputas interminables, pero al cabo de dos años empezaron a impacientarse. Y para obligarles a una pronta decisión cerraron herméticamente -tapiando las puertas- el palacio donde se hallaban los cardenales, quitándoles, además, la techumbre. Mas, a pesar de que les redujeron a un régimen de pan y agua, los cardenales no cambiaron su ritmo sino que consiguieron, incluso, que les levantaran el bloqueo. Por fin, al cabo de 34 meses de debates, el más largo cónclave de la historia se concluyó con la elección de Teobaldo Visconti el 1 de septiembre de 1271. Pero todavía hubo que esperar seis meses más para que el elegido -que en aquellos momentos peregrinaba a Tierra Santa en cumplimiento de una promesa- regresara a Roma para ser ordenado sacerdote, consagrado obispo y coronado papa. Hacía cerca de quince años que los romanos no veían a un pontífice en la Ciudad Eterna.
Nacido en Piacenza en 1210, Teobaldo Visconti había sido durante bastante tiempo arcediano de Lieja. Al convertirse en Gregorio X se perfiló como una de las figuras más capaces de la historia del papado, aunque sus realizaciones fueran más bien efímeras. Le hacía vibrar la fe ardiente de los primeros cruzados, lo que le movió a convocar, para 1274, un nuevo concilio en Lyon -que sería el decimocuarto de los ecuménicos- y que tendría como objetivo poner en marcha una nueva expedición a Palestina, restablecer la unidad con los cristianos de Oriente y llevar a cabo reformas en la Iglesia.
El concilio logró oficialmente la tan deseada unidad gracias a los esfuerzos del papa y a la habilidad política del emperador Miguel VIII Paleólogo, que esperaba desmontar así los proyectos de Carlos de Anjou de recrear un imperio latino de Oriente. Sin embargo, los reiterados saqueos de Constantinopla por parte de los cruzados hicieron rebrotar las viejas tensiones, hasta el punto de que ni el pueblo ni el clero griegos se hicieron el más mínimo eco de los acuerdos de Lyon, que, así, quedaron como letra muerta.
Indudablemente, una de las preocupaciones del concilio, y no de las menores, fue impedir que volviera a repetirse el caso de cónclaves interminables. Por la constitución «Ubi periculum» se estableció que, al morir un papa, los cardenales de Roma no esperarían más de diez días a sus colegas ausentes. Los electores serían luego encerrados con doble llave, acompañados por un solo servidor, y privados de todo contacto con el exterior. Se les pasarían las comidas por una ventana. A los tres días, se limitaría el régimen alimenticio a un solo plato a mediodía y por la noche. A partir de los ocho días, quedaría limitado a pan, vino y agua. Pero sobre todo, mientras permaneciera vacante la sede pontificia, quedarían confiscadas las eventuales rentas de los cardenales... ¡Era muy duro! Nada tiene, por tanto, de particular que los sucesores de Gregorio dejaran sin efecto tales medidas, que fueron puestas en vigor de nuevo en 1294 por Celestino V. En lo esencial siguen vigentes en la actualidad.
Resultaron laboriosos los acuerdos tomados, tanto, que faltó tiempo para plantear y acometer otras reformas. Acabado el concilio, se aprestó el papa a preparar la cruzada. Los principales barones de Occidente prometieron su concurso, pero Alemania seguía sin emperador, incluso sin rey, después de la ejecución del joven Conradino. Que se diera fin a aquella situación era condición indispensable para que la cruzada se pusiera en movimiento. Ya desde 1273 el pontífice había hecho una llamada a los Grandes Electores. El arzobispo de Maguncia convocó a éstos en Francfort, donde, el 10 de octubre de aquel año, quedó elegido Rodolfo de Habsburgo. El papa, que advertía cada vez con mayor claridad la necesidad de oponer a la influencia agobiante de Carlos de Anjou un contrapeso decisivo, confirmó -el 26 de septiembre de 1274- la elección de Rodolfo y propuso, además, la fecha del 23 de mayo siguiente para su coronación. La ceremonia se tuvo que retrasar primero hasta el 1 de noviembre, fijándose finalmente para el 2 de febrero de 1276. Era demasiado tarde. El 10 de enero fallecía Gregorio en Arezzo. Todo el mundo, salvo Carlos de Anjou, lamentó su muerte. Había sido, por encima de todo, un sacerdote sincero, piadoso, deseoso de paz y de perdón. En 1713, Clemente XI puso de relieve el ejemplo de sus virtudes y lo elevó a los altares.
De «Los Papas, de San Pedro a Juan Pablo II», de Jean Mathieu-Rosay, Rialp, Madrid, 1990, pp 274-276.