Nacido en Tropea (Catanzaro, Italia) el 3 de enero de 1901 en el seno de una familia noble pero empobrecida, el pequeño Francesco recibió el bautismo dos días después de su nacimiento.
Su infancia, aunque vivida en un ambiente religioso, estuvo dramáticamente marcada por el suicidio de su madre, hecho que influyó significativamente en el carácter del niño, y que luego se verificó con la muerte prematura de un hermano. También a la luz de estos hechos iba tomando cuerpo la personalidad del joven, que entretanto había ingresado en el seminario, con rasgos de indudable vivacidad, inteligencia, alma poética, pero también con importantes límites de carácter: nerviosismo, escrupulosidad excesiva, hipercrítica, inquietudes, peleas, orgullo. El período formativo, sin embargo, fue para él un auténtico campo de formación para la conversión, para el fortalecimiento de la vida interior, para la búsqueda progresiva de la voluntad de Dios, hasta el punto de que la ordenación sacerdotal encontró su personalidad multifacética generosamente disponible a la acción de la gracia.
Desarrolló su ministerio en múltiples áreas pastorales, desde la predicación hasta la administración de los sacramentos, desde la dirección espiritual hasta la actividad literaria y periodística, desde el ejercicio concreto de la caridad hasta la organización de iniciativas espirituales y culturales.
Llegado a ser rector del seminario diocesano, en el que antes había sido maestro y padre espiritual, se mostró guía atento y prudente de los jóvenes, pero sobre todo animador apasionante, abierto a la comprensión de los signos de los tiempos y buscando las oportunidades de bien que demandaban los nuevos fermentos sociales.
Su celo también se expresó en diversas iniciativas apostólicas, siempre promovidas con gran espíritu de sacrificio. En particular, estaba convencido de la urgente necesidad de una profunda renovación espiritual y cultural del clero diocesano, que propició a través de fraternos encuentros de oración y estudio, y de la necesidad de la implicación de los laicos en el apostolado como fermento de auténtico progreso en la sociedad.
En don Francesco Mottola resplandece el carisma del amor abnegado, que vivió con íntima coherencia y que propuso incansablemente a todos. En esta perspectiva comprendemos también su compromiso con la Acción Católica, las numerosas iniciativas voluntarias realizadas en obras a favor de los enfermos, los pobres, los ancianos, los marginados, los huérfanos, los desposeídos; los varios intentos de dar vida a formas de agregación presbiteral o laical, el principal de los cuales fue el Instituto Secular de los Oblatos del Sagrado Corazón.
Su producción literaria es notable. Sus escritos, al tiempo que destacan una singular atención a los acontecimientos de la Iglesia de Calabria, se extienden hacia los más amplios temas teológicos, ascéticos y místicos. Numerosos artículos, interesantes también desde el punto de vista estético, presentan las realidades fundamentales de la fe y los hechos de actualidad, en constante diálogo con el mundo contemporáneo, manifestando en el autor vigor intelectual, penetración psicológica, doctrina reflexiva. Su propuesta cultural, esencialmente cristocéntrica, es capaz de perfilar un verdadero humanismo cristiano.
A lo largo de la vida del presbítero calabrés, la lucha contra las inclinaciones naturales de un temperamento rebelde nunca fracasó, pero su condicionamiento humano fue integrado y superado en la fe. Los núcleos prioritarios en torno a los cuales se estructuró su experiencia espiritual fueron el abandono confiado a la divina Providencia en la oración y la contemplación, la devoción al Corazón de Jesús en la Eucaristía, la piedad mariana, la caridad hacia Dios y el prójimo vivida de manera heroica, el espíritu de mortificación. y servicio, un estilo de vida humilde, austero y casto.
Con el paso de los años, lamentablemente, comenzaron a aparecer los signos de una salud precaria, al punto que una enfermedad que duró veintisiete años le ocasionó continuos sufrimientos. Don Mottola, con progresiva serenidad y paciencia, intensificó su fervor y su actividad apostólica, uniéndose como víctima consciente a los sufrimientos de Cristo y acogiendo con amor y sencillez el misterio de la cruz. A los dolores físicos se unieron también los sufrimientos morales, sobre todo por la envidia y la incomprensión, que influyeron mucho en su alma.
Murió en su ciudad natal el 29 de junio de 1969.