Federico Albert nació en Turín, cuna y escenario de muchos santos, el 16 de octubre de 1820. Su padre se llamaba Juan-Luis, comandante militar del reino de Cerdeña. Éste inclinó la voluntad del hijo a seguir la carrera de las armas. Cuando lo tenía todo a punto para entrar en la Academia Militar, sintió la vocación sacerdotal mientras oraba ante un altar del beato Sebastián Valfré. Cursó en Turín los estudios de humanidades, de filosofía y teología, y obtuvo el doctorado en teología por la universidad de la misma ciudad.
Al acceder al estado clerical, y en consideración al abolengo de su familia, el rey Carlos Alberto lo adscribió al clero de la capilla de su palacio. Recibió la ordenación sacerdotal de manos del heroico mons. Franzoni el 10 de junio de 1843. Fue nombrado entonces capellán real. En el ejercicio de su ministerio se granjeó la simpatía y aprecio de los príncipes y de toda la corte por su conducta ejemplar y por el ejercicio fiel de su ministerio sacerdotal. Era muy valorado por su predicación y por su pericia en la dirección espiritual. Un sermón cuaresmal suyo, predicado en el castillo de Moncalieri en 1852, en presencia del rey Víctor Manuel II, de la familia real y de toda la corte, tuvo una resonancia especial. Predicaba sobre el Evangelio de la mujer adúltera, perdonada por Jesús. Explicó el texto evangélico con valentía y claridad, sin temor a la presencia del rey, cuyas aventuras y deslices en tal materia eran conocidos de todos. Mientras los cortesanos murmuraban del sermón del joven capellán, el rey dio pruebas de apreciar la sinceridad apostólica de Don Federico. Al despedirse, le dijo: «Gracias; usted siempre me ha dicho la verdad».
Corrían entonces malos vientos para la Iglesia en la naciente unificación de Italia, que se gestaba especialmente desde la corte y gobierno de Víctor Manuel II. Leyes revolucionarias y expoliaciones entorpecían el ejercicio normal del ministerio eclesiástico. Albert consideró que su puesto de sacerdote no estaba en el palacio de los reyes del Piamonte. Se marchó a la parroquia de San Carlos, en el mismo Turín, de la que habían sido expulsados los Siervos de María y en la que por algún tiempo ejerció su ministerio. El 18 de abril de 1852 consiguió que le enviaran como vicario parroquial al pueblo de Lanzo Torinese. Era ésta una parroquia de montaña, populosa y nada fácil, que exigía mucho espíritu de sacrificio. En ella permanecería hasta el final de sus días.
En su parroquia, empezó por restaurar la iglesia trabajando con sus propias manos, llevando sobre sus espaldas gruesas piedras que recogía del lecho de un torrente, encabezando largas procesiones de feligreses que aportaban asimismo material de construcción. Predicador elocuente, se dedicó a dirigir ejercicios espirituales para el clero y para seglares, a misiones populares, en las que prodigaba todo su celo apostólico, olvidándose de sus propias necesidades, trabajando todo el día y toda la noche, como escribió el arzobispo Gastaldi, íntimo amigo suyo. Federico Albert compartió con otros santos turineses la gloria de iluminar a su Iglesia local con su santidad de vida y su fecundo apostolado. El motor de su múltiple actividad era la «caridad pastoral», que el Vaticano II propuso como virtud distintiva de los sacerdotes y guía de su dedicación a la grey que tienen encomendada. Don Federico colocaba la unidad y congruencia de su vida sacerdotal como fundamento de su piedad y de su afán por la salvación de las almas. De esta caridad pastoral, surgieron asimismo sus obras de misericordia a favor de los más débiles en la sociedad.
Para acoger a huérfanas y niñas abandonadas, construyó en 1859 en Lanzo el Hospicio de María Inmaculada, que confió en 1869 a la Congregación, por él mismo fundada, de Hermanas Vicentinas de María Inmaculada, que recibieron el nombre de «Albertinas», por el apellido del fundador. Inspirado en el celo de san Vicente de Paúl y en su servicio a los más abandonados, dirigió la actividad de sus religiosas a obras de misericordia. Con la expansión de la congregación, las Albertinas abrieron hospitales, escuelas, orfelinatos y residencias para ancianos. En 1866 también había erigido, junto al Hospicio, una escuela para formación de futuras maestras.
En 1873 el papa Pío IX lo eligió obispo de Pinerolo. Con ruegos y lágrimas, Don Federico imploró que se le dispensará de asumir tal responsabilidad; quiso empero ratificar su veneración y fiel devoción al bienaventurado pontífice y, en consecuencia, proyectó acudir a Roma para agradecerle la distinción con que le había honrado. Pero su confesor le disuadió de tal decisión pues le dijo que un párroco no podía alejarse de su parroquia sólo por el consuelo espiritual de ir en peregrinación a Roma. A partir de esta renuncia al episcopado, se dedicó con más fervor a sus deberes parroquiales.
El bienaventurado párroco había comprendido la importancia de la cuestión obrera en su tiempo. En Lanzo conectó profundamente con los anhelos y esperanzas de los problemas agrarios. Para frenar la emigración a la ciudad, decidió establecer una colonia agrícola para jóvenes; ellos habrían podido ponerse al servicio de los párrocos para cultivar las fincas de la Iglesia. Mientras iba configurando este proyecto, y estaba levantando la capilla de la colonia, se subió a un andamio con el objetivo de pintar el techo. Para evitar el accidente del joven que lo ayudaba, puso un pie en falso y cayó desplomado al suelo. Sus amigos acudieron enseguida a auxiliarlo: Juan Bosco mismo, el siervo de Dios Don Miguel Rúa, otros sacerdotes y sus religiosas, pero ni la solicitud de cuantos le querían ni los cuidados médicos pudieron detener su fallecimiento, que ocurrió el 30 de septiembre de 1876, tras dos días de agonía.
En ocasión de su muerte, el arzobispo de Turín se dirigió al clero con estas palabras: «De este pastor, no es fácil saber qué virtud debemos admirar más: su piedad, fe, humildad, paciencia, su mortificación espiritual y corporal, el desprendimiento de sí mismo y sus sacrificios cotidianos, su actividad, inteligencia, prudencia, doctrina y, ante todo, su caridad».
Apenas transcurrido un año de su piadosa muerte, en 1878, el Señor ya manifestó que quería la glorificación de su siervo con la realización de un milagro. Causas externas, como la regulación de sus obras y el régimen jurídico de las Hermanas Vicencianas de la Inmaculada Concepción, retrasaron el inicio de su causa de beatificación. Sólo fue introducida cincuenta años después de su muerte, en 1926. Pío XI aceptó la causa el 13 de junio de 1934. Pío XII, el 16 de enero de 1953, reconoció sus virtudes heroicas. El 25 de marzo del mismo año, Dios obró el prodigio de una curación por intercesión del venerable Federico. El 30 de septiembre de 1984, Juan Pablo II lo beatificó. El Santo Padre empezó y concluyó su homilía con referencias a Cristo, Buen Pastor, modelo supremo de los pastores de la Iglesia, como lo fue a lo largo de su vida parroquial y apostólica el Beato Federico:
Ministro de Dios, entregado totalmente al bien de las almas que le habían sido confiadas y a las necesidades de los pobres. Habiendo madurado su vocación al sacerdocio ya adulto, se preparó para ser sacerdote y modelo cabal para los sacerdotes. Éstos pueden admirar en él la profundidad de la vida espiritual, alimentada con una constante comunión con Cristo, y el generoso esfuerzo por adquirir una sólida formación cultural que hizo que se pudiera presentar como guía seguro del Pueblo de Dios. Su espíritu de fe, su obediencia incondicional al papa y al obispo, su caridad sacerdotal hicieron de él un elemento equilibrador entre los miembros del presbiterio, y un pastor celoso, atento a los jóvenes y a los pobres. Contemplando al nuevo beato, nos damos cuenta con singular evidencia cómo es posible responder a las exigencias concretas del hombre, precisamente cuando somos fieles servidores de Cristo y de la Iglesia..
Extracto del artículo firmado por Pere-Joan Llabrés y Martorell. Bibliografía: AAS 11 (1985) 8-12; 1020-1023. ALBERT, M. P., II teólogo Federico Albert (Lanzo Torinese 1926). Art. en Bibliotheca sanctorum. I: A-Ans (Roma 1961) cois.672-674. COTTINO, J., II venerabile Federico Albert (Turín 1954). L'Osservatore Romano (1-10-1984).