Eugenio III, a quien san Antonino de Florencia señala como a «uno de los Pontífices más grandes y que más sufrieron», nació en Montemagno, entre Pisa y Lucca, probablemente entre los miembros de la familia Paganelli. Recibió en el bautismo el nombre de Pedro. Después de ocupar un cargo en la curia episcopal de Pisa, ingresó en 1135 al monasterio cisterciense de Claraval. En religión tomó el nombre de Bernardo, y san Bernardo fue su superior en aquel monasterio. Cuando el papa Inocencio II pidió que algunos cistercienses fuesen a Roma, san Bernardo envió a su homónimo como jefe de la expedición. Los cistercienses se establecieron en el convento de San Anastasio (Tre Fontane), donde el abad Bernardo se ganó la admiración y el cariño de todos. Una de las principales dificultades de la comunidad era que el monasterio estaba situado en una región malsana. En una de sus cartas, san Bernardo compadecía a sus hermanos, pero al mismo tiempo les aconsejaba que se guardasen de abusar de las medicinas, diciéndoles que ello sería contrario a su vocación y nocivo a su salud.
A la muerte del papa Lucio II, en 1145, los cardenales eligieron para sucederle a Bernardo, el abad de San Anastasio. La elección fue una sorpresa para Bernardo y sus monjes. En realidad, no sabemos qué fue lo que movió a los cardenales a elegir a Bernardo; tal vez fue simplemente su santidad. San Bernardo de Claraval, que tampoco se esperaba la noticia, escribió a los electores: «Dios os perdone lo que habéis hecho [...] Habéis enredado en los asuntos públicos y arrojado a la vorágine de las multitudes a quien había huido de ambas cosas [...] ¿Acaso no había entre vosotros hombres sabios y experimentados, capaces de ejercer el pontificado? A decir verdad, parece absurdo que hayáis elegido a un hombre humilde y de fuerzas insuficientes para vigilar a los reyes, gobernar a los obispos y disponer de reinos e imperios. No sé si hay que considerar este hecho como ridículo o como milagroso». San Bernardo escribió también al nuevo Papa en términos muy francos: «Si es Cristo el que os envía, tened en cuenta que estáis llamado, no a ser servido sino a servir. Espero que el Señor me conceda ver retornar la Iglesia a la época en que los Apóstoles echaban las redes para pescar almas y no plata y oro».
El nuevo pontífice tomó el nombre de Eugenio. Pero el senado romano se opuso a su consagración, si no reconocía antes los derechos soberanos que el senado había usurpado. Como no pudo oponerles resistencia, Eugenio III huyó a la abadía de Faría, donde fue consagrado. Después se trasladó a Viterbo, donde hizo frente a Arnoldo de Brescia, el enemigo de san Bernardo y del alto clero, que había sido condenado junto con Pedro Abelardo, para tratar de devolverle al camino recto. Lo consiguió tan cabalmente, que Arnoldo abjuró de sus errores y prometió obediencia. El Pontífice le absolvió, pero tuvo la mala ocurrencia de enviarle a Roma en una peregrinación de penitencia. Aquel viaje fue una desgracia, porque el ambiente romano acabó bien pronto con los buenos propósitos de Arnoldo, quien se convirtió en el jefe de los enemigos del Papa. Eugenio III tuvo que abandonar la Ciudad Eterna por segunda vez y, en enero de 1147 aceptó con gusto la invitación que le hizo Luis VII de que fuese a predicar la cruzada en Francia. La segunda Cruzada empezó en el verano del mismo año, bajo el mando del rey de Francia, y resultó un completo fracaso. Eugenio III, intimidado por el desastre y por las vidas humanas que había costado, se negó a seguir el consejo de san Bernardo y del abad Sugerio, regente de Francia, quienes le proponían que predicase de nuevo la cruzada para conseguir refuerzos. El Papa permaneció en Francia hasta que el clamor popular por el fracaso de la cruzada le hizo imposible la vida. Durante su estancia en aquel pais, presidió los sínodos de París, Tréveris y Reims, que se ocuparon principalmente de promover la vida cristiana; también hizo cuanto pudo por reorganizar las escuelas de filosofía y teología. De acuerdo con el consejo de san Bernardo, Eugenio III alentó a santa Hildegarda, autora de varias obras místicas. En una carta que le escribió, le decía: «Nos felicitamos y os felicitamos por las gracias y revelaciones que Dios os ha concedido. Pero aprovechamos la ocasión para recordaros que Dios resiste a los orgullosos y favorece a los humildes. Guardaos de malgastar la gracia que hay en vos y corresponded a vuestra vocación espiritual siendo muy cauta en lo que escribís».
En mayo de 1148, el Pontífice volvió a Italia. Como todas las negociaciones resultasen inútiles, excomulgó a Arnoldo de Brescia (quien en sus peores momentos presagiaba a les demagogos doctrinarios de épocas posteriores) y se preparó a emplear la violencia contra los romanos. Pero éstos, temerosos de los horrores de la guerra, se apresuraron a aceptar las condiciones de Eugenio III, quien volvió a esta establecerse en Roma a fines de 1149.
Por esa misma época, san Bernardo dedicó al Sumo Pontífice su tratado ascético «De Consideratione», que es una de sus obras más famosas. El santo afirmaba que el Papa tenía por principal deber atender a las cosas espirituales y que no debía dejarse distraer demasiado por los «asuntos malditos» de los que, necesariamente, tenía que ocuparse, como por ejemplo, los litigios con «hombres ambiciosos, avaros, simoníacos, sacrilegos, venales, incestuosos y, en fin, toda clase de monstruos humanos». El Papa es el «pastor universal», la «cabeza del clero», el jefe «de la Iglesia Universal, extendida por todo el mundo». Por otra parte, «no es más que un hombre y debe mantenerse en la humildad, sin caer en la acepción de personas; debe trabajar incansablemente, sin complacerse en el éxito de su trabajo. Jamás ha de recurrir al uso de la espada cuando fracasan las armas espirituales, porque eso toca al emperador. En la corte papal debe reinar la justicia, y la virtud debe florecer en su casa. Por encima de todo ha de buscar a Dios, más en la oración que en el estudio». Era imposible que un pontífice, si se esforzaba por seguir tales consejos, no alcanzase la santidad. Tal vez bajo la influencia del escrito de san Bernardo, Eugenio III partió de Roma en el verano de 1150 y permaneció dos años y medio en la Campania, procurando obtener el apoyo del emperador Conrado III y de su sucesor, Federico Barbarroja.
Eugenio III hubo de ocuparse de algunos asuntos de la Iglesia de Inglaterra. El rey Esteban había prohibido que los obispos ingleses asistieran al sínodo de Reims, realizado en 1148 y desterró a Teobaldo de Canterbury por haber desobedecido sus órdenes. Eugenio III estuvo a punto de excomulgar al rey. En el sínodo de Reims el Papa depuso al arzobispo de York, Guillermo, a causa de algunas irregularidades de su elección y del celo indiscreto de sus partidarios. Guillermo soportó la pena con tal mansedumbre, que fue canonizado más tarde. Eugenio III aprobó la regla de la orden fundada en Norfolk por san Gilberto de Sempringham. En 1152 envió como legado a Escandinavia al cardenal Nicolás Breakspear, «el Apóstol del norte», quien llegaría a ser, con el tiempo, el único papa inglés, con el nombre de Adriano IV.
Eugenio III murió en Roma, siete meses después de su regreso a la Ciudad Eterna, el 8 de julio de 1153. Su culto fue aprobado en 1872. Rogelio de Hoveden, un cronista inglés de la época, dice de él que «fue digno de la altísima dignidad pontificia. Era de natural muy bondadoso, de una discreción extraordinaria y su rostro no sólo manifestaba alegría, sino júbilo». Esta última característica es muy de admirar, dado lo que Eugenio III tuvo que sufrir. El santo conservó siempre un corazón de monje, y jamás depuso el hábito ni las austeridades de los cistercienses. Al hablar de él, Pedro de Cluny escribía a aan Bernardo: «Jamás he tenido un amigo más fiel, un hermano más digno de confianza, un padre más amable. Siempre está dispuesto a escuchar y habla con maestría. Por otra parte, no trata a los que se acercan como superior, sino como si fuese su igual o aun inferior a ellos. No hay en él el menor rastro de arrogancia o de espíritu de dominación; todo él respira justicia, humildad y equilibrio».
El Cardenal Boso, contemporáneo de Eugenio III, escribió una breve biografía (Liber Pontificalis, ed. Duchesne, u, 236). En las crónicas de la época, particularmente en las que se refieren a Arnoldo de Brescia, hay numerosos materiales. Ver Mann, The Lives of the Popes, vol. IX, pp. 127-220; ver H. Gleber, Papst Eugen III (1936), acerca de la política de este Pontífice.