La Beata Victoria Díez nació en Sevilla el 11 de noviembre de 1903 y sufrió el martirio a causa de la fe en Hornachuelos el 12 de agosto de 1936. Entre esas dos fechas, a las que podríamos añadir el año 1925, en que conoce la Institución Teresiana, el 9 de julio de 1932, fecha de su compromiso definitivo con la Institución, y el 10 de octubre de 1993, fecha de su beatificación por el Papa Juan Pablo II, se inscribe una de las biografías más atractivas, sugerentes y generosas de la historia moderna de la Iglesia. De su figura podríamos destacar en esta tarde, entre otros muchos valores, su alegre jovialidad y simpatía, su fina pedagogía, su amor a la enseñanza, su entrega sin descanso a la formación humana y cristiana de sus alumnas, su afinidad con la belleza y sus excelentes dotes artísticas, su extraordinario equilibrio psicológico, su hondura espiritual y su amor a la Iglesia. Yo quisiera subrayar, sobre todo, su amor a Jesucristo y su seria determinación para aspirar a la santidad, verdadera clave de su vida de maestra cristiana, culminada con la ofrenda de su vida. Quisiera subrayar además otra faceta de Victoria, su pasión por la evangelización.
La Beata Victoria Díez nunca renunció al deseo de vivir la santidad. No se conformó con mediocridades, porque estaba convencida de que el amor de Dios es inmensamente más fuerte y abundante que la debilidad humana. Ella conoció el amor de Dios y creyó en él más que en sus propias fuerzas. Quiso entregarse totalmente a Cristo, porque Cristo se le había entregado totalmente a ella. Confió en el Espíritu Santo y procuró secundar sus inspiraciones. Amó a la Iglesia con hondura. Quiso ser testigo hasta el derramamiento de su sangre de un amor que convence a otros, un amor que salva a muchedumbres...
Sus escritos dan testimonio de su vivencia gozosa del amor de Dios, de su intensa vida de oración y de su relación profunda con las tres divinas personas, con el Dios actuante, amoroso y salvador, que puede y quiere hacernos santos. Dan testimonio también de su humildad sencilla, de su libertad de espíritu sin cálculos ni condicionamientos, de su alejamiento de la mediocridad y de la rutina, de su radicalidad que apuntaba siempre a lo más, de su recia austeridad, de su fe hecha vida, antes que concepto o doctrina, de su generosidad suprema en el servicio a la Iglesia y a sus alumnas.
He aludido hace unos momentos a la pasión de Victoria por la evangelización. Vive esa pasión con las niñas de sus escuelas de Cheles y Hornachuelos y sus familias, con las jóvenes de Acción Católica en sus círculos de estudio, formando buenos catequistas y colaborando con los sacerdotes en las tareas apostólicas. Victoria se sabe llamada a una colaboración activa, hecha palabra y testimonio, en la misión de Cristo y de la Iglesia. «Quién estando llena de Jesucristo, -afirma en una charla dirigida en 1930 a las jóvenes de Acción Católica de Hornachuelos- quién conociéndole y amándole, no siente arder en su pecho la llama del celo, no se siente arrastrada a trabajar por las almas en este campo de la Iglesia Católica?»
Extractos de la homilía de Mons. Juan José Asenjo Pelegrina, Obispo de Córdoba, el 8 de octubre de 2004, en la misa del centenario del nacimiento de la beata.