En su vida no hay nada de excepcional, salvo una notable longevidad: casi 96 años. Más bien fue una vida humilde, escondida, algunos podrían decir insignificante, que es casi difícil de hablar de ella. Los puntos de partida no son los más felices: el padre es un rico hacendado de Veroli que arruina su salud y su cartera en su pasión por el juego y su tendencia a consolarse con beber bastante vino. Su madre muere de insuficiencia cardíaca a los 36 años, después de dar a luz a nueve hijos, y ella, a sus 14 años de edad, se vuelve la madre precoz de los otros ocho. Tiene tanto que hacer, que no puede pensar ni en sí misma ni en su futuro. Su ocupación principal es garantizar que en la casa todos respeten a ese padre -colérico, alcoholizado y reducido a la miseria- como es capaz de hacer ella misma, que cada noche besa su mano y le pide la bendición, tragando lágrimas y humillación. ¡Y pensar que la habían bautizado Anna Felice, y de hermana se llamará Fortunata! A los 24 años, de hecho, se decide a entrar en el convento de las «buenas hermanas», es decir, las benedictinas de su ciudad. Mantiene su firme propuesta, formulada en ese día, de «ser santa»; no sabe que para alcanzar el objetivo deberá vivir 70 años más, «sepultada en vida» en el anonimato de su celda, con días todos idénticos, marcados por acciones repetitivas que alguien podría incluso definir monótonas: hilar y coser, lavar y remendar.
Y rezar. Aunque para ella esto no debería ser un problema, ya que siempre parece absorta en la contemplación de su Dios. Sólo después se podrá descubrir cuánta aridez espiritual se escondía tras el fervor, cuántos tormentos y batallas íntimas fueron cubiertas por su imperturbable aparente serenidad. No sabe leer ni escribir, por su bien conocida historia familiar, y por lo tanto no puede ser admitida en el coro, es decir, entre las monjas dedicadas a funciones litúrgicas. Para ella sólo hay trabajo, con una jornada que comienza a las tres y media de la mañana y prosigue en acciones laboriosas y humildes, que cumple tan bien que se transforman en obras maestras, sazonadas con mucha oración aun en medio de la de la más completa aridez espiritual.
Cargada de trabajo, consumida por la edad, afectada por un reumatismo que en los últimos años la fuerza a permanecer en la cama, incapaz de moverse lo mínimo, termina ciega, sorda, y paralítica, después de 72 años de reclusión, en 1922. De ella parece no darse cuenta nadie y rápidamente es enterrada, al día siguiente, en la fosa común. Pero la desentierran 13 años más tarde, por el clamor popular, y la sepultan en la iglesia: tantos son los milagros que ocurren en su tumba. Y no termina allí: Pablo VI en 1967, proclamó beata a sor María Fortunata Viti, la monja que, trabajando y sonriendo, se iba santificando en la monotonía de la vida cotidiana, en el encierro de un convento, y con una gran cantidad de dolencias.
Traducido para ETF de un artículo de Gianpiero Pettiti.