Eugenia María José Smet nació en la ciudad francesa de Lila, el 25 de marzo de 1825. Era la segunda hija de Enrique Smet y Paulina de Montdhiver, un matrimonio de la clase media acomodada que envió a la niña, desde los once años de edad, como interna al convento del Sagrado Corazón, en Lila, donde permaneció hasta fines de 1843. Ahí adquirió Eugenia una sólida formación y maduró su piedad, cuyas características principales fueron: confianza absoluta en la Providencia y preocupación constante por las ánimas del purgatorio, lo que conservó siempre, junto con la marcada inclinación hacia la vida religiosa que, en parte, tuvo obstáculos por el apego a los suyos y las dudas para elegir una congregación que colmara sus aspiraciones.
Cuando Eugenia abandonó el convento para regresar a la mansión familiar, una villa que llevaba el nombre de Loos-Lez, en Lila, se trazó una norma de vida destinada a mantenerla en constante actividad. Su primera preocupación era la atención y el socorro a los pobres, a quienes distribuía alimentos y una sopa substanciosa que ella misma preparaba a diario. El resto de su tiempo, lo dedicaba a la reparación, embellecimiento y limpieza de las iglesias vecinas. Al cabo de siete años de semejante existencia, asistió a un retiro en el que predicaba el padre Chalandon, quien se preocupó especialmente por la jovencita, le dio buenos consejos y la exhortó a consagrarse a las obras misionales. Al año siguiente, un jesuita le recomendó la misión de Maduré y, con su entusiasmo característico, Eugenia se entregó a la tarea. Organizó fiestas, rifas y ferias y, con frecuencia se presentaba ante los misioneros maravillados para entregarles considerables sumas de dinero. El éxito de sus empresas no la apartó del profundo sentido de su vida espiritual. En 1852, con la autorización de Mons. Chalandon, que ya era obispo de Belley, hizo un voto de perpetua castidad. En noviembre de 1853 renació con nuevos bríos su idea de ayudar a las almas del purgatorio y, sin tardanza, reunió a sus amigos y parientes para exponerles su proyecto de organizar una confraternidad de oraciones. Desde el día siguiente, tras una madura reflexión por parte de Eugenia, el proyecto se amplió para convertirse en una congregación destinada especialmente a las ánimas del purgatorio.
Mons. Chalandon y muchas otras personas aprobaban la idea de la confraternidad, pero les inquietaba que Eugenia proyectase fundar una nueva congregación. La joven hizo caso omiso de sus objeciones y, en espera de una oportunidad para realizar sus proyectos, se dedicó a formar la confraternidad, que en pocos meses llegó a contar con quinientos miembros. Entonces decidió Eugenia poner al corriente de sus proyectos a Mons. Régnier, arzobispo de Cambrai, quien, para gran desilusión suya, rehusó la autorización, por temor a que las colectas que se pensaba realizar para celebrar misas por las almas del purgatorio, diesen lugar a malas interpretaciones. Pero no era eso lo que podía arredrar a Eugenia, que recurrió directamente al papa, a quien hizo llegar una ardiente súplica, en cuyo calce Pío IX escribió de su puño y letra una fórmula de bendición que firmó y fechó el 7 de julio de 1854. Tres meses después, Mons. Régnier dio su aprobación. Desde aquel momento, la asociación de plegarias bendecida por el papa y patrocinada por el arzobispo de Cambrai y el obispo de Belley, tuvo una intensa vitalidad. Eugenia Smet fue considerada en la localidad como la superiora de un grupo de jovencitas que aspiraban, como ella misma, a crear una congregación especialmente dedicada al rescate y la salvación de las almas del purgatorio. A mediados de 1855 Eugenia cayó enferma y su estado se agravó a tal extremo que todo el mundo esperaba lo peor, pero ella confió a su confesor: «No moriré por ahora; la obra del purgatorio está inconclusa».
Restablecida la salud, le esperaba una gran prueba: varios de sus amigos y colaboradores más leales dejaron de creer en el porvenir del proyecto y lo abandonaron, pero al mismo tiempo, en octubre de 1855, recibió Eugenia dos cartas de París, para invitarla a trasladarse a la capital a fin de organizar una obra piadosa que numerosas personas proyectaban. No faltaron oposiciones a aquella nueva empresa de la joven, pero ésta se aferró a las palabras de aliento que había recibido por parte de Mons. de Garcignies, obispo de Soissons y las opiniones favorables del santo cura de Ars y, a mediados de enero de 1856, partió hacia París.
Todo lo que encontró en la casita de la calle Saint-Martin donde moraban sus futuras compañeras, le causó una impresión desfavorable: la construcción sombría, las habitaciones estrechas y mal ventiladas, las mujeres que habrían de ser las primeras reclutas de la congregación y el padre Largentier, vicario de Saint-Marie, que habría de ser el fundador. Eugenia tuvo la idea de regresar a su casa de Lila lo antes posible; sin embargo, los ruegos y promesas de sus compañeras la conmovieron y aceptó quedarse, a condición de que el arzobispo diera su aprobación. El 22 de enero obtuvo una autorización escrita. En los días siguientes desplegó una extraordinaria actividad en las gestiones necesarias, gracias a la cual descubrió a numerosos amigos y protectores que se interesaban en su fundación y que le prometieron su apoyo y su dinero. A mediados de febrero hizo un viaje a Lila con la intención de pasar en su casa una larga temporada, pero no tardaron en llegar de París noticias alarmantes y, antes de que terminara marzo, se hallaba de nuevo en la capital y en el gobierno de su comunidad. Todo iba de mal en peor: el dinero escaseaba de manera alarmante; las hermanas trabajaban sin cesar ensartando cuentas para los collares, pero lo que obtenían no les alcanzaba siquiera para la alimentación indispensable; el propietario del sombrío edificio de la calle Saint-Martin, desalojaba periódicamente a las hermanas de los pobres cuartuchos que les había cedido antes gratuitamente, para rentarlos; no había un buen entendimiento entre los miembros de la comunidad, ya que algunas de las hermanas insistían en desarrollar inmediatamente sus actividades, sobre todo en la enseñanza, sin tener en cuenta que era necesaria una previa formación religiosa seria. Por añadidura, cada vez era más evidente que el padre Largentier y Eugenia Smet no llegarían jamás a identificar sus puntos de vista ni a concordar sus proyectos. Entre ellos se produjeron violentas discusiones y profundas desavenencias. El sacerdote reprochaba a Eugenia su falta de confianza en su criterio y ella, por su parte, se aferraba tenazmente a su absoluta libertad. Cuando el padre Largentier trató de imponer un hábito religioso y una regla de vida a la comunidad, Eugenia se negó a aceptar y llegó a declarar ante el sacerdote que no tenía madera de fundador, en lo que se equivocaba, puesto que el P. Largentier iba a dirigir con éxito otra congregación religiosa. Las disputas subieron de tono hasta que se puso en evidencia la necesidad de una separación y así, el cura párroco de Saint-Marie, el padre Gabriel, ocupó el puesto del padre LargentieT, con lo que Eugenia Smet salvó a su comunidad del malestar y la discordia y, el l de julio de 1856, la instaló en una amplia casa de la calle de Barouillére, para iniciar una vida nueva.
Como para subrayar su anhelo de consagrarse a esa nueva existencia, todas y cada una de las hermanas adoptaron un nombre de religión. Eugenia Smet se convirtió en la madre María de la Providencia. Pero no por eso se podía decir que la congregación estaba definitivamente constituida. No faltaban la caridad y la devoción, ni el entusiasmo y la abnegación, pero la superiora se negaba tenazmente a que sus hijas siguieran una etapa de formación en otra comunidad, como lo pedía con insistencia el padre Gabriel. El engarzamiento de los collares y la confección de borlas para las mantillas, aportaban magros recursos para su sostenimiento, aumentados gracias a las constantes peticiones de la madre María y a sus frecuentes viajes a Lila. La salvación de las almas del purgatorio permanecía como la meta esencial y, entre las actividades, prevalecía la visita y la atención a los enfermos pobres.
A fines de 1856, las primeras hermanas pronunciaron sus votos. La superiora, empeñada como siempre en actuar por sí misma, hacía que se aprobasen sus decisiones sin que le pasara por la cabeza la idea de consultar u obedecer a los demás y, sin tener en cuenta que aquella excesiva libertad podía comprometer a la comunidad. Un año más tarde, la congregación carecía aun de capellán, pero fue entonces cuando, a pedido de las hermanas, el padre superior de la Compañía de Jesús les envió a un religioso de mucho valer, el padre Basuiau. En cosa de pocos días, el sacerdote, en completo acuerdo con el padre Gabriel, tomó a su cuidado la dirección espiritual de la casa. Aquella vez, la madre María de la Providencia tenía que hacer frente a uno de su talla. Así lo advirtió y así lo admitió ante el padre Basuiau: «Vos me doblegáis», le confesó; «sofocáis todos mis impulsos». Por su parte, el sacerdote no trató de disimular el ejercicio de su dominio: «¡Dios quiera que así sea!», repuso a la superiora; «permita el cielo que el espíritu de Nuestro Señor reemplace vuestra actividad natural». Pocos días más tarde se desarrolló entre los dos esta conversación:
-Considero necesario quejarme, padre, de que todo me molesta.
-No eres tú la única.
-Es cierto, pero me parece que las otras se divierten o se aburren por amor de Dios.
-Ilusiones tuyas. Nadie se divierte con el aburrimiento y, soportar el sufrimiento no impide sentirlo.
El director espiritual redujo las numerosas actividades de la comunidad y la madre María volvió a presentarse con quejas:
-Ya no hago nada, padre mío, le dijo.
-Con que te ocupes del purgatorio, como debes, tienes bastante que hacer, repuso el sacerdote. Antes trabajabas para ti misma; trabaja ahora para Nuestro Señor.
En otra oportunidad, la madre María, ya más inclinada a la docilidad, preguntó al sacerdote:
-Padre mío, ¿es una tentación o una virtud mi profunda aversión por el mundo?
-Es una gracia por la que debes manifestar tu gratitud a Dios, bija mía. En realidad, el padre Basuiau sentía cierta admiración por el espíritu inquieto, vehemente y piadoso de la superiora y, en diversas ocasiones le aseguró que era «la niña mimada de la Providencia». No por eso dejaba de reprocharle sus defectos y, con frecuencia le decía: «Me congratulo de que no estés contenta de ti misma, porque si lo estuvieses, yo me enojaría contigo».
El papel desempeñado por el padre Basuiau sobrepasó muy pronto al de simple director espiritual de la superiora. Al caer en la cuenta de que la ausencia de reglas podía resultar fatal para la comunidad, comenzó a enseñar y aplicar las reglas de la Compañía de Jesús que él seguía. En octubre de 1858 presentó un proyecto de constitución que fue adoptado oficialmente en marzo de 1859. Cinco días antes, en el curso de una ceremonia que presidió el cardenal arzobispo de París, veintiocho señoritas se convirtieron en los primeros miembros de una nueva «Tercera Orden». Inmediatamente comenzaron a llegar vocaciones muy valiosas. La madre María de la Providencia pudo comprar la casa contigua a la que ocupaba su comunidad y, para fines de 1861 la dedicó al noviciado, aparte de la comunidad, como era la voluntad del padre Basuiau. Este continuó con su paciente trabajo de organización y, en marzo de 1862 presentó a la superiora las Constituciones y el Costumbrario, redactados por él siguiendo lo más de cerca posible los de la Compañía de Jesús.
Cuatro años después, la comunidad hizo su primera fundación en la ciudad de Nantes. La madre María nombró en París a una superiora local y ella ocupó el puesto de superiora general. Al mismo tiempo, su salud empezó a resentirse y fue necesario que tomara descansos y, a veces, que suspendiera toda actividad. Las pruebas se sucedieron: a mediados de 1866, el padre Basuiau tuvo que partir hacia la China y un año más tarde, el padre Gabriel pereció ahogado en Bretaña. La madre María estaba al borde de la desesperación cuando el cielo le envió a otro jesuita no menos valioso que el primero: el padre Olivaint, tan perspicaz que en seguida supo lo que debía decir al alma de la superiora: «Quiero hacer de ti una mujer fuerte y no una mujer de impresión», le advirtió. Pero no por eso se puede pensar que tenía la intención de domarla, puesto que le declaró: «De ninguna manera deseo que mi dirección sea un freno que haga de ti una máquina. Es necesario que conserves tu personalidad...» Tal vez por eso, no admitía el desaliento en la superiora. «Sería una infidelidad de tu parte -solía decirle-, si después de todo lo que la Providencia ha hecho por ti, dejas de confiar en Ella».
A mediados de 1867, Mons. Languillat, vicario apostólico de Kiang-Nan, se llegó hasta la casa de la calle de Barouillére, para proponer a las auxiliadoras una fundación en China. Las voluntarias se presentaron en gran número y la madre María de la Providencia se entusiasmó con el proyecto. En octubre de 1867 partieron hacia la China las dos primeras auxiliadoras y, al año siguiente, otras cuatro las siguieron. Comenzaron a llegar desde diversos países solicitudes para nuevas fundaciones, pero la congregación era todavía demasiado joven y muy poco numerosa para dispersar sus efectivos. Además, con tres casas le bastaban para obtener la aprobación de Roma. El breve pontificio llegó el 26 de agosto de 1868. Sin embargo, ya para entonces, la madre María de la Providencia, que desde tiempo atrás sufría atroces dolores, quedó en manos de sus médicos que hablaron de una intervención quirúrgica a la que renunciaron después, sin duda al comprobar que el cáncer estaba ya muy avanzado. La fatal enfermedad no impidió a la fundadora ocuparse de sus casas.
Organizó un nuevo convento en Bruselas y se enteró de que en China sus hijas se habían instalado en una casa más amplia y hermosa, dejando a las carmelitas la que habían ocupado primero. Sin embargo, su debilidad era ya tan extrema, que le era imposible ir de un sitio a otro como hubiese querido. La guerra de 1870 le aportó otras penalidades. Los infortunios de Francia afectaron también a su congregación. Antes de que se pusiera sitio a París, la superiora se las arregló para enviar a las novicias a Nantes y a Bruselas. En la casa de la comunidad se instaló un hospital. Entretanto, el cáncer continuaba su desarrollo inexorable, sin dejar a la víctima más que la fuerza necesaria para sufrir. Pocos días después del armisticio de 1871 murió y, su rostro crispado por el dolor, recuperó su atractiva expresión de serenidad. La Congregación de Auxiliadoras de las Almas del Purgatorio, mantuvo el ritmo de su desarrollo después de la muerte de la madre María de la Providencia. Su beatificación fue declarada por Pío XII en 1957.
Acta apost. Sedis, vol. XLIX, 1957, pp. 339-344; F. Darcy, en su biografía Mere Marie de la Providence, Roma, 1935, así como la de Dérely, La rev. Mere Marie de la Providence, fondatrice des Auxiliatrices du Purgatoire, 1825-1871, Toulouse, 1930. La obra Notice sur la Rév. M. Marie de la Providence, fondatrice des religieuses auxiliatrices des ames du Purgatoire, Paris, 1872; la de Marie R. Bazin, Celle qui vécut son nom: Marie de la Providence, Paris, 1948. A. Hainon, Les Auxiliatrices des dames du Purgatoire, M.M. de la Providence, Paris, 1921.