Bárbara Acarie -«la bella Acarie»-, conocida más tarde con el nombre de María de la Encarnación, introdujo en Francia la reforma carmelitana que había iniciado Santa Teresa en España. También contribuyó a establecer en París a las Ursulinas y a las Oratorianas. Bárbara era hija de Nicolás Avrillot, alto funcionario del gobierno. Su extraordinaria piedad llamó la atención de las monjas del convento de Longchamps, dirigido por una tía suya, donde se educó. Para prepararse a la primera comunión, a los doce años, se mortificó severamente. Bárbara hubiese querido abrazar la vida religiosa en el convento de las franciscanas de Longchamps o como enfermera del hospital de París; pero sus padres tenían otros planes sobre la única hija que se les había dado. Bárbara no tuvo mas remedio que resignarse, diciendo humildemente: «Puesto que mis pecados me hacen indigna de ser esposa de Cristo, trataré por lo menos de ser su esclava.» A los diecisiete años, contrajo matrimonio con Pedro Acarie, un joven abogado de la aristocracia que ocupaba un alto puesto en la tesorería real. Pedro era piadoso y caritativo, como lo demostró ayudando a los católicos ingleses a quienes las leyes isabelinas habían desterrado y privado de todo su haber; pero tenía un temperamento un poco extravagante e hizo sufrir bastante a su esposa. Sin embargo, el matrimonio fue en lo esencial feliz, y Bárbara fue una excelente esposa y madre. Se preocupó tanto por la formación espiritual de sus seis hijos, que alguien le preguntó si los estaba preparando para la vida religiosa. Bárbara respondió: «Los estoy preparando simplemente para que cumplan la voluntad de Dios, pues Él es el único que puede dar la vocación religiosa». Sus tres hijas entraron más tarde en la Orden del Carmelo, uno de sus hijos fue sacerdote y los otros dos practicaron en el mundo los principios cristianos en que habían sido educados. Parece que Bárbara comunicó su piedad a toda su servidumbre, cuyo bienestar procuraba constantemente. Cuando caían enfermos, atendía a sus criados con verdadera ternura. Andrea Levoix, su doncella, la acompañaba en todas sus devociones y obras de caridad.
Grandes pruebas materiales aguardaban a la familia Acarie. Pedro había prestado su apoyo a la Liga Católica y, para ayudarla, había contraído grandes deudas. Al subir al trono, Enrique IV le desterró de París, y los acreedores se apoderaron de todas sus propiedades. La familia llegó a tal grado de pobreza, que en ciertas ocasiones la beata no tenia nada que dar de comer a sus hijos. Ella misma se encargo de llevar a la corte el proceso de su marido, demostró que era inocente de la acusación de conspiración contra el rey y consiguió que los acreedores concediesen nuevos plazos. Así obtuvo que su marido volviese a París. Aunque naturalmente su fortuna había disminuido, el buen nombre de la familia quedó a salvo. La generosa e inteligente caridad de la Sra. Acarie empezó a ser tan conocida, que muchas gentes le confiaban la distribución de sus limosnas. María de Medicis y Enrique IV la tenían en alta estima, de suerte que la beata pudo obtener de ellos el permiso y la ayuda necesarios para introducir a las carmelitas en París. La bondad de su corazón alcanzaba a todos: alimentaba a los hambrientos, tendía la mano a los caídos, ayudaba a los que habían venido a menos, asistía a los agonizantes, instruía a los herejes y favorecía a todas las ordenes religiosas.
Dos apariciones de santa Teresa le movieron a interesarse por la introducción de las Carmelitas Teresianas en Francia. Tres años después de la segunda visión, en noviembre de 1604, dichas religiosas inauguraban su primer convento en París. En los cinco años siguientes, se fundaron cuatro conventos más. La Sra. Acarie no sólo era el alma de todo el movimiento, sino que se ocupaba también de preparar a las jóvenes para la vida religiosa. Era, por decirlo así, una especie de maestra de novicias casada. Sus principales consejeros de aquella época eran san Francisco de Sales y Pedro de Berulle, el fundador de los oratorianos franceses.
Nada tiene, pues, de sorprendente que, poco después de la muerte de su esposo, ocurrida en 1613, haya solicitado la admisión en la Orden del Carmelo como hermana lega. Pero solo fue religiosa durante cuatro años. Esencialmente fue una mujer que se santificó en el estado matrimonial, pues era ya santa mucho antes de tomar el hábito. Con el nombre de María de la Encarnación, ingresó en el convento de Amiens, del que su hija mayor fue poco después nombrada subpriora. La beata fue la primera en prometerle obediencia. Aunque caminaba con mucha dificultad, pues había sido operada tres veces de la pierna, veinte años antes, practicaba gozosamente los mas humildes oficios, como el de limpiar las ollas de la cocina. Más tarde fue trasladada a Pontoise, a raíz de ciertas dificultades con el P. de Berulle.
La vida exterior de la beata María de la Encarnación estaba sostenida por una profunda vida mística. Durante la contemplación, que en su caso rayaba en éxtasis, Dios le reveló grandes verdades espirituales. Los efectos de estas gracias se habían manifestado ya desde los primeros años de su vida matrimonial y le habían producido ciertas dificultades en la familia y otras graves pruebas. Uno de los directores espirituales que más la ayudaron fue el P. Benito Fitch, capuchino de Canfield, en Essex. En 1618 la beata tuvo un ataque de apoplejía que la dejó paralítica e hizo prever el desenlace próximo. La priora mandó que todas las religiosas se reuniesen alrededor del lecho de la beata para recibir su bendición. La hermana María de la Encarnación empezó por decir: «Señor, perdóname el mal ejemplo que he dado»; después bendijo a las religiosas y añadió: «Si Dios se digna admitirme en la felicidad eterna, le pediré que la voluntad de su Hijo se cumpla en cada una de vosotras.» A las tres de la mañana del día de Pascua, recibió el viático y murió durante la extremaunción. Tenia entonces cincuenta y dos años. Fue beatificada en 1791.
Hay muchas biografías de la beata. La primera de ellas fue la de Andre du Val (1621) . Mencionaremos entre las principales las de Boucher, Cadoudal, Griselle, y el resumen de E. de Broglie en la coleccion Les Saints. Pero la mejor biografía es sin duda la del P. Bruno, La belle Acarie (1942) y contiene una extensa bibliografía. La influencia que la beata ejerció en su época fue suficiente como para que la mencionasen Pastor (Geschichte der Papste, vols. XI y XII) y H. Bremond (Histoire litteraire du sentiment religieux en France, vol. II, pp. 193-262). Es muy buena la biografía inglesa de L. C. Sheppard, Barbe Acarie (1953).