Los Soderini eran considerados como miembros de una de las familias más nobles de Florencia al iniciarse el siglo XIV. Precisamente en aquella ciudad, en el año de 1301, y en el seno de la aristocrática familia, vino al mundo Juana, la que habría de alcanzar la gracia de la beatitud. Desde muy temprana edad, demostró ser una niña excepcionalmente buena y con una devoción tan profunda y sincera hacia Dios, que en cierta ocasión dijo a su aya, Felicia Tonia, que, por revelación del cielo, sabía que ella, Felicia, iba a morir muy pronto y ésta, que estaba al tanto del fervor de la niña y de sus continuas oraciones, le creyó y comenzó a prepararse para su próxima muerte. Cuando Juana llegó a la adolescencia, sus padres le concertaron un matrimonio ventajoso, pero ella protestó con tanta energía que, a fin de cuentas y a regañadientes, puesto que Juana era la única hija, consintieron en que tomase el hábito de monja. Por aquel entonces, santa Juliana Falconieri organizaba la tercera orden regular de los servitas (las «ManteIlate») en Florencia y Juana decidió unirse a esa nueva comunidad. No tardó en distinguirse por las austeridades corporales que practicaba y su perseverancia en la oración, pero al mismo tiempo se mantenía activa en los trabajos de la casa y el cuidado de los enfermos que acudían en busca de atención. Voluntariamente y de buen grado, se hacía cargo de las tareas más desagradables y penosas y, en el desempeño de las mismas provocaba la admiración de sus hermanas, por su alegría y mansedumbre. Juana debió padecer duras pruebas espirituales y grandes tentaciones, sobre las que, al fin y al cabo, triunfó y aun adquirió grandes gracias celestiales, incluso el don de profecía. Juana era la auxiliar personal y permanente de santa Juliana y no se apartó de ella ni por un instante en el curso de su prolongada enfermedad postrera, cuando la fundadora no podía pasar alimento alguno y estaba tan débil que necesitaba ayuda para poder moverse. Por eso, se atribuye a la beata Juana el descubrimiento de una imagen de Cristo crucificado que, al parecer, quedó grabada en el pecho de santa Juliana desde poco antes de su muerte. Juana sobrevivió a su amada madre priora durante más de veinte años, como sucesora suya en el gobierno de la comunidad, hasta que murió, el l. de septiembre de 1367. La beata Juana Soderini fue sepultada en la iglesia de la Annunziata de Florencia y, durante algún tiempo, su tumba fue un lugar de peregrinaciones. En 1828, el conde de Soderini, pariente de Juana, solicitó al Papa León XII la confirmación del culto, que le fue concedida.
Véase el Acta Sanctorum, octubre, vol. XV, pp. 398-404, así como los Annales Ordinis Servorum, vol. i, pp. 320-321, de A. Giani.