Según se cuenta, la madre de Santo Domingo nació en el castillo de Aza, cerca de Aranda, en Castilla la Vieja. No sabemos nada acerca de sus primeros años, pero seguramente que se casó muy joven, según la costumbre del país en aquella época. Su esposo, Félix (tal vez Félix de Guzmán), era gobernador de Calaruega, villa de la provincia de Burgos. A propósito de santo Domingo, Dante escribió: «¡Feliz Calaruega! En ella se escuchaba el suave murmullo de la brisa entre las flores nuevas del jardín de Europa. A lo lejos, las olas rompían sobre la playa y, más allá, el sol naufragaba cada atardecer» (Paraíso, Canto XII). Ahí vivían Juana y su marido y ahí nacieron sus tres hijos: Antonio, el que fue canónigo de Santiago y vendió cuanto tenía para consagrarse al servicio de los pobres y enfermos en un hospital; Manes, quien siguió los pasos de santo Domingo; y la única hija del matrimonio, quien tuvo a su vez dos hijos que ingresaron también en la orden fundada por su tío. Cuando Antonio y Manes eran ya clérigos y hombres maduros, la beata Juana, que deseaba tener más hijos, fue a orar en la iglesia abacial de Silos. Según se cuenta, santo Domingo de Silos se le apareció en sueños y le anunció que pronto tendría un hijo y que sería una lumbrera de la Iglesia. En prueba de agradecimiento, Juana determinó imponer a su hijo el nombre de Domingo.
Antes del nacimiento de éste, la madre soñó «que llevaba un perro en el vientre y que el perro saltaba fuera con una antorcha en el hocico y ponía fuego al mundo entero». El perro se convirtió en el símbolo de la orden de santo Domingo y dio origen al juego de palabras «Domini canes» (los perros guardianes del rebaño del Señor). La madrina del bautismo de Domingo (dicen otros que fue la propia beata Juana) tuvo otro sueño en el que vio al niño con una estrella tan brillante sobre la frente, que todo el mundo estaba iluminado con la luz que proyectaba. Por eso se pinta algunas veces a Santo Domingo con una estrella. Juana se encargó del cuidado de su hijo hasta que éste cumplió los siete años; entonces, le envió a estudiar bajo la dirección de su tío, que era párroco de Gumiel d'Izán. Los biógrafos posteriores cuentan varias leyendas más acerca de la infancia de Domingo.
Pocas madres de santos han alcanzado el honor de la beatificación: Juana es una de ellas y debió tal honor a sus propias virtudes y no a las de sus hijos. Los hagiógrafos suelen alabar a los padres de sus héroes, pero la madre de santo Domingo merecía realmente esas alabanzas, ya que su belleza espiritual era tan grande como su belleza corporal, y supo comunicar ambas al más notable de sus hijos. El pueblo empezó a venerar a la beata desde el momento de su muerte. La ermita de Uclés, que Juana frecuentaba para ver a los Caballeros de Santiago, recibió su nombre, así como una de las capillas del cementerio de Calaruega. A petición del rey Fernando VII, el culto de la beata Juana fue confirmado en 1828.
Tal vez los pocos datos que hemos dado sobre la beata no tienen un fundamento histórico suficientemente sólido. Véase, sin embargo, Ganay, Les Bienheureuses Domínicaines, pp. 13. ss; R. Castaño, Monografía de Santa Juana (1900).