Sobre el nacimiento de la beata se cuentan muchos prodigios, de los que desgraciadamente no existen pruebas suficientes. También se cuentan otras muchas maravillas sobre su belleza, su gravedad sobrenatural y su precoz inteligencia. Felipa nació a fines del siglo XII, en Cícoli, de la diócesis de Rieti. Pertenecía a una familia de grandes propietarios de los Abruzos. Sus padres eran devotos cristianos y se afirma que san Francisco de Asís se hospedaba en su casa cuando iba a predicar en esa región, y que fue el santo quien comunicó a Felipa un gran deseo de compartir los sufrimientos de Jesucristo. Los padres de la beata habían arreglado un matrimonio para ella, pero Felipa se opuso con todas sus fuerzas: se cortó el cabello, se vistió de andrajos y se encerró en un rincón de la casa. Su hermano Tomás, irritado por su actitud, determinó hacerle cambiar de parecer; pero lo único que consiguió fue que Felipa huyese de la casa paterna.
La beata logró reunir a algunas compañeras y estableció la vida eremítica en el Monte Marerio. Según cuenta la leyenda, cuyos fundamentos históricos son bastante débiles, las anacoretas construyeron unas cuantas cabañas rodeadas por un gran muro, y en la soledad se entregaron con el mayor fervor a la devoción y la penitencia. La determinación de Felipa ejerció un profundo efecto sobre su hermano Tomás, quien, tocado por la gracia, le pidió perdón y le ofreció un sitio más apropiado para el retiro en las cercanías de una iglesia. Tomás mandó reparar un convento abandonado, y el beato Rogerio de Todi, que había entrado recientemente en la orden franciscana, se encargó de la dirección espiritual de la comunidad. El convento creció rápidamente, adoptó una regla semejante a la de las Clarisas y Felipa fue elegida abadesa. La más estricta pobreza reinaba en él; las religiosas hubieren perecido de hambre en más de una ocasión, si el repetido milagro de la multiplicación de los panes y los peces no las hubiera salvado. La mano de Dios se mostró igualmente en otros hechos milagrosos. Pero las religiosas no disfrutaron mucho tiempo de la compañía de la fundadora. En 1236, Felipa fue atacada de una penosa enfermedad. Sintiendo que se acercaba su fin, reunió a la comunidad y se despidió de sus hijas en forma conmovedora, exhortándolas sobre todo a mantener la paz en el interior del convento. La beata murió el 13 de febrero de 1236. El Beato Rogerio predicó en sus funerales y manifestó su convicción de que Felipa gozaba ya de la visión divina. El 29 de abril de 1806 Pío VII concedió oficio y misa en su honor, lo que equivale a una confirmación de culto.
Ver Mazzara, Leggendario Francescano (1676), vol. I, pp. 233-235; Léon, Aureole Séraphique, vol. I; y Constantini, Vita e miracoli della b. Philippa Mareri.