Nació en Marradi (Florencia, Italia) el 26 de octubre de 1848 y poco después fue bautizada, con el nombre de Maria Anna, en la parroquia de San Lorenzo. Creció en un ambiente digno y austero, donde resplandecían la rígida honradez del padre, Francesco Donati, entonces en sus primeros pasos de la carrera jurídica, y sobre todo las notables virtudes de su madre, Costanza Civinini, mujer de profundo espíritu cristiano. A los trece años se acercó por primera vez a recibir el Pan de vida, y le pareció oír en su interior una voz que le decía: «Ven y sígueme fuera del mundo en la paz tranquila de un claustro». Dócil a esa voz, ya en la adolescencia, habló de su inquietud con su madre y su padre, pero este se opuso radicalmente: no podía resignarse a vivir lejos de su querida hija, y la idea de que se separase para siempre de su lado le angustiaba. Maria Anna sufría mucho por ello. Reveló su angustia a un hombre de Dios, llamado a ser el ángel de su vida, el padre Celestino Zini, de las Escuelas Pías, que en toda Florencia tenía fama de religioso y sacerdote santo. Desde entonces, fue él su director espiritual y, más tarde, la apoyó en la fundación a la que Dios la había destinado.
Un hecho luctuoso pareció frustrar su esperanza: la muerte de su madre. Sin embargo, a pesar de las circunstancias adversas, con la certeza de que era Dios quien la llamaba, el 6 de enero de 1888 comunicó a su padre su decisión irrevocable de consagrarse a Dios. Su primer pensamiento fue reunir en torno a sí a algunas mujeres que colaboraran con ella en la educación de niñas pobres y abandonadas. A los 41 años, en 1889, por consejo e impulso del padre Celestino Zini, fundó la congregación de las Hijas Pobres de San José de Calasanz, llamadas calasancianas, con el fin de educar cristianamente a las niñas pobres y, algún tiempo más tarde, también a las hijas e hijos de los detenidos en las cárceles. Tomó entonces el nombre de madre Celestina de la Madre de Dios.
En 1892 murió el padre Zini, su guía espiritual, que mientras tanto había llegado a ser arzobispo de Siena, y toda la responsabilidad del nuevo instituto quedó en sus manos. Lo gobernó con sabiduría y prudencia, extendiéndolo por todas las regiones de Italia. Supo infundir en sus hijas el espíritu de pobreza que ella misma vivió durante toda su vida, a pesar de las innumerables dificultades que le supuso para la gestión de la congregación. Con profunda humildad exponía todos sus problemas a sus superiores eclesiásticos, ateniéndose dócilmente a sus directrices. Cuando logró establecer una casa de su instituto en Roma, tuvo que afrontar grandes apuros económicos, pues no encontraba personas generosas que la ayudaran. El 26 de octubre de 1923 la madre Celestina, acompañada de otras tres hermanas, fue recibida por el Papa Pío XI, al que habló con voz conmovida de su deseo de fundar una casa en Roma. El Santo Padre la escuchó con atención y, levantando la mano para bendecirla, le dijo: «Bien. Habéis comenzado con poco. Tened fe. La Providencia os ayudará». Y así fue. Aun contrayendo notables deudas, logró el establecimiento definitivo de su casa en Roma. La primera ayuda económica notable se la dio el mismo Papa, a través de su limosnero, como regalo de Navidad: cinco mil liras.
Las dos primeras niñas que acogió en la casa de Roma fueron dos hermanitas cuyo padre estaba preso en la cárcel de «Regina caeli». También la tercera tenía su padre en prisión. Al encomendarlas a sus religiosas, la madre Celestina les dijo: «Estas pobres niñas no tienen nada. Vosotras debéis ver en ellas la imagen de Jesús». En una de sus cartas exhortaba así a sus religiosas: «Orad mucho. Educad a las niñas a ser amables. Haced que se fundamenten bien en la doctrina cristiana, en el horror al pecado, a la mentira, a la desobediencia. Recordadles siempre la presencia de Dios. Alegradlas con la música sacra. Haced que amen el estudio y el trabajo».
Se preocupaba mucho de la salud tanto de sus religiosas como de las niñas. Una de las cosas que más la atribulaba era ver la incomodidad en que vivían, por la escasez de recursos. Le dolía que sufrieran el frío y la humedad. Todos los que la conocían se asombraban de su actividad incansable, a pesar de estar aquejada por numerosos achaques. Tenía el cuerpo consumido por las fatigas, más que por la edad. En su última enfermedad, presintiendo que estaba para morir, inflamada de amor a Dios, pidió los últimos sacramentos. Con voz muy débil pidió perdón a todas las religiosas reunidas en torno a ella. Las miró una a una, las bendijo y luego inclinó lentamente la cabeza con un suspiro más prolongado. Murió en Florencia el 18 de marzo de 1925, y fue beatificada el 30 de marzo de 2008 en la Catedral de Florencia.