Una de las más notables mujeres beatificadas en la primera mitad del siglo XX, fue Ana María Javouhey. Nació en 1779, en Jallanges, ciudad de Borgoña, donde su padre era un campesino acomodado. La niña dio muy pronto muestras de su fuerza de carácter, ya que, aunque era la quinta de una numerosa familia, dominaba a todos sus hermanos. Otra de las cualidades que la distinguieron desde pequeña fue su valor y, durante la Revolución Francesa, la joven Ana María, casi una niña aún, corrió graves riesgos por ayudar a los sacerdotes y a los cristianos perseguidos. Durante una misa que se celebró en secreto en su casa en 1798, Nanette (como se la llamaba familiarmente) hizo voto de virginidad y prometió consagrar su vida a la educación de los niños y a la ayuda a los pobres.
Cuando las comunidades religiosas obtuvieron de nuevo carta de ciudadanía en Francia, Nanette ingresó en la congregación de las Hermanas de la Caridad de Besançon; pero Dios no la quería ahí. Ingresó después al convento de las monjas cistercienses de Val-Sainte, en Suiza, con el mismo resultado desalentador; tuvo por director a un monje muy conocido, Dom Agustín Lestrange (que introdujo la Orden del Cister en los Estados Unidos), quien le indicó que su vocación consistía en fundar una nueva congregación. Ana María le había contado que en Besançon tuvo la visión de una sala llena de niños y niñas de diferentes razas y que, una voz le había dicho: «Estos son los hijos que Dios te ha dado. Yo soy Teresa y velaré por tu congregación». Así pues, la joven volvió a Francia. Su padre que vacilaba entre oponerse a los proyectos de su hija o favorecerlos generosamente, puso por fin a disposición de Ana María y tres de sus hermanas una casa en Chamblanc para que fundasen una escuela. Cuando Pío VII pasó por Chalon en 1805, recibió a las cuatro jóvenes y las alentó en su empresa. Dos años después, Ana, sus hermanas y otras cinco jóvenes, recibieron el hábito azul y negro de manos del obispo de Autun. Pronto empezaron a lloverles peticiones de escuelas y otros establecimientos. En 1812, el Sr. Javouhey compró un antiguo convento franciscano en Cluny para que fuese el noviciado y la casa madre de la congregación.
En París se inauguró una escuela. Los métodos pedagógicos de la madre Javouhey provocaron muchos comentarios, favorables y desfavorables, y la obra que realizaban Ana María y sus religiosas, llegó a oídos del gobierno. El gobernador de la isla de Borbón (actualmente de La Reunión, al este de Madagascar) pidió a la superiora que enviase allá a algunas de sus religiosas. En septiembre de 1817, se inauguró ahí la primera escuela misional para niños de color. A ésta siguieron otras peticiones del extranjero. La madre Javouhey pasó dos años en el Senegal, en Gambia, y en Sierra Leona, fundando hospitales con ayuda de las autoridades inglesas. Supervisó personalmente la inauguración de una extensa plantación, cuyos dueños eran africanos, en el extremo superior del río Senegal, y trabajó en un proyecto para la formación de seminaristas senegaleses en Francia. El proyecto tuvo que ser abandonado por causas de fuerza mayor, sin embargo, a raíz de aquellos planes se comentó que «la madre Javouhey se adelantaba a su época». Pero eso es falso: la formación del clero nativo no es un invento de los papas del siglo XX, sino un retorno a la antigua práctica de la Iglesia en las tierras de misión.
Con los años, la fuerza juvenil de Ana María se concentró en una voluntad inflexible, y sus ímpetus de niña, en una fortaleza heroica. A ello añadía la beata una inteligencia clara, abierta y equilibrada. Tales cualidades tienen sus peligros inherentes, aun entre los más fervientes religiosos. Pero Ana María hacía frente a esos peligros con su sencillez y humildad en el trato con Dios y con los hombres, como se ve claramente por la caridad sencilla pero llena de firmeza con que supo obrar en los casos difíciles: el período de cisma entre las misioneras de Borbón, el largo y amargo período de desacuerdo con Mons. d'Héricourt, obispo de Autun y los dos años de privación de los sacramentos que el prefecto apostólico de la Guayana impuso a la monja. Ana María escribió: «La cruz está dondequiera que hay siervos de Cristo, y yo me regocijo de contarme entre ellos». Pero, cuando regresó de la Guayana a Europa por última vez, dijo al sacerdote que le había rehusado los sacramentos: «Muy bien, vos responderéis ante Dios del mal que de ahí se siga».
Si la cruz que Ana María tuvo que sobrellevar en la Guayana Francesa fue muy pesada, también fue ése el campo de sus más grandes realizaciones. La congregación estaba ya establecida en La Martinica, en Guadalupe, en San Pedro, en Pondicherry, en Cayenna y en Nueva Angouléme de la Guayana, donde dirigía hospitales, escuelas y talleres. En 1828, el gobierno pidió a la superiora que emprendiese la colonización del distrito de Mana, en la Guayana, donde muchos hombres habían fracasado antes. La madre Javouhey se lanzó al trabajo con treinta y seis religiosas, cierto número de artesanos y colonos franceses y cincuenta trabajadores negros, de acuerdo con el plan que había sometido a las autoridades. Aquellos cuatro años fueron, sin duda, los más duros en la vida de Ana María, pues no sólo se trataba de establecer la civilización en las selvas sudamericanas, sino una civilización cristiana. Por otra parte, hubo de llevar adelante la empresa a pesar de las envidias de los que antes habían fracasado en ella y de la falta de apoyo de las autoridades francesas, a partir de la abdicación de Carlos X, en 1830. Ana María se mostró intrépida e infatigable. En cierta ocasión, compró a un grupo de esclavos fugitivos para salvarlos de la pena del látigo y, en otra, fundó «como por casualidad» un pueblo para los leprosos.
Apenas dos años después de la vuelta de la madre Javouhey a Francia, cayó sobre sus hombros una carga todavía más inesperada. Para gran indignación de algunos de los europeos, varios centenares de esclavos negros de la Guayana iban a ser emancipados; se trataba de un grupo bastante turbulento y su libertad podía producir dificultades. ¿Podría la Madre encargarse de su educación cívica y cristiana antes de la emancipación? Después de mucha oración y detenida consideración, Ana María respondió afirmativamente. Ninguna de sus empresas despertó mayor interés ni suscitó mayores críticas. Lamartine, Chateaubriand, Lamenais, todos salieron a defenderla. Y el rey Luis Felipe comentó: «¡Madame Javouhey es un gran hombre!»
Ana María retornó, pues, a Mana. Los negros fueron congregados en reducciones, bajo la vigilancia de una religiosa y no de un ejército, como se había propuesto. Había 200 hombres, 200 mujeres y 111 niños. El número de niños llegó más tarde a 600. La distribución del tiempo estaba tan estudiada como si se tratase de una comunidad religiosa. La principal dificultad era la indolencia de los negros, pero la madre Javouhey supo ser al mismo tiempo capataz, guía, filósofo, amigo y magistrado. Su tarea consistía en justificar en la práctica los argumentos teóricos en favor de la emancipación. Naturalmente, esto provocó contra ella la hostilidad de los franceses que tenían plantaciones, los cuales llegaron incluso a pagar a un negro para que volcase su barca y dejase a la religiosa en peligro de ahogarse. Aunque la madre Javouhey tuvo noticia de la conspiración que se tramaba, no difirió su viaje ni cambió la tripulación de la barca. La navegación se llevó a cabo sín el menor incidente. El 21 de mayo de 1838, los primeros 185 negros fueron solemnemente libertados. La madre Javouhey había conseguido que cada uno de ellos recibiese una cabaña, una parcela de tierra y cierta suma de dinero. Los negros habían pedido también un par de botas como las que usaban los blancos, pero, cuando las tuvieron, como no estaban acostumbrados a llevarlas, no podían caminar con ellas. Ana María tenía ya sesenta y cuatro años por entonces. En 1843, salió de la Guayana. Pasó los últimos ocho años de su vida consagrada al gobierno de su ya numerosa congregación; realizó nuevas fundaciones en Tahití, en Madagascar y en otros sitios, y admitió a las primeras postulantes de la India. También en ese punto tuvo que enfrentarse con la oposición eclesiástica. La beata tenía intención de ir a Roma a ofrecer personalmente su obra al Santo Padre; pero, según dijo, «Me espera otro viaje diferente y tengo que hacerlo sola». Ana María Javouhey murió el 15 de julio de 1851. Fue beatificada noventa y nueve años más tarde, cuando la congregación que había fundado se hallaba ya establecida en treinta y dos países y colonias del mundo.
Entre las biografías francesas citaremos las de P. Kieffer (1915); V. Caillard (1909); Coyau (1934); y G. Bernoville (1942). El P. Pius estudia la «fisonomía moral» de la beata en Une passionné de la Volonté de Dieu (1950).